lunes, 30 de agosto de 2010

Epigenética. Contra el determinismo

Biología Humana
La epigenética nos arroga una gran responsabilidad individual en la herencia de las generaciones futuras. Lo que hoy comamos o el estilo de vida que llevemos tendrá consecuencias en nuestros descendientes. Sus aportaciones a la ciencia son tan revolucionarias como en su día lo fue la teoría de la evolución de Charles Darwin. Y aún queda mucho por investigar.
Antes de comenzar su campaña contra las religiones, el biólogo británico Richard Dawkins (Nairobi, 1941) estableció los principios de su propia cosmovisión: negó a sus congéneres las cualidades positivas que los credos suelen conceder a los seres humanos y los redujo a simples vehículos de material genético. Al volante se sienta el auténtico señor de la vida, el "gen egoísta", como lo llamó el biólogo. Este medio de transporte está equipado con brazos, piernas, un enorme cerebro y unos órganos sexuales gracias a los cuales consigue llegar de una generación a la siguiente. Toda acción del hombre es realizada al servicio de sus "señores genéticos", que le han capturado para convertir su cuerpo en la máquina de supervivencia del gen.

Cada día es más improbable que Dawkins triunfe en su intento de convertir al ser humano en una criatura supeditada por completo a los designios de sus genes. La ciencia avanza a paso de gigante y descubre nuevos indicios de que los genes no son los únicos soberanos en el microcosmos de la vida. La interacción de fenómenos genéticos hereditarios, ambientales y de conducta es mucho más difícil de determinar de lo que se creía.

La epigenética, un campo de investigación tan innovador como productivo, despierta hoy gran interés en el ámbito científico. Los epigenetistas no estudian el orden secuencial de las hebras de ADN, objeto de los genetistas del Proyecto Genoma Humano. Su afán es descubrir de qué factores dependen los 23.000 genes que aparecen en la cadena de ADN desde que se inicia la formación del gameto hasta que el organismo llega a la madurez.

Sólo el esquema y los óvulos contienen más información para la síntesis de proteínas que el conjunto de instrucciones genéticas. Alrededor y sobre el material hereditario se concentra un sinnúmero de biomoléculas, entre las que figuran los actores epigenéticos. A este grupo pertenecen las histonas, proteínas a las que están enrolladas las hebras de ADN. Este empaquetado regula la actuación de los genes: la mayor o menor fluidez del material hereditario condiciona el tránsito de éstos y determina la actividad o silencio de los genes. En este escenario los científicos han descubierto otro actor decisivo: el grupo metilo, un grupo funcional que consta de un átomo de carbono y tres de hidrógeno y actúa como un interruptor: si se fija al material genético bloquea la actividad de algunos genes.
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Cada vez se da más importancia a los procesos epigenéticos, factores que hacen de intermediarios entre el medio ambiente de un organismo y su herencia genética. Así, los grupos metilo se introducen en las células con la alimentación. Y la biomedicina ha demostrado que otros factores externos son capaces de silenciar genes con una función importante en la protección de alguna enfermedad, constituyendo su agente desencadenante.

Casi todo el mundo sabe qué influencias medioambientales son perniciosas y cómo ha de ser una alimentación sana. Los efecto beneficiosos del té verde se conocen desde hace tiempo. Pero ahora se da a conocer un mecanismo que describe de qué forma el estilo de vida de un individuo afecta a sus genes y procura la salud o la enfermedad de su organismo. El té verde, por ejemplo, influye favorablemente en el proceso de "metilación".

En este punto salta a la palestra la cuestión más inquietante de la epigenética: ¿logran dar el salto a la siguiente generación las características adquiridas por influjo de los factores ambientales? Los patrones epigenéticos derivados de la alimentación, la exposición a situaciones físicas extremas o a sustancias tóxicas en el individuo, ¿se transmiten a los hijos y a los nietos? Hasta la fecha, la idea de una "transmisión hereditaria de caracteres adquiridos" era rechazada por amplios sectores de la biología moderna, en primer lugar Dawkins.

Con el concepto de el "gen egoísta", el destacado biólogo evolucionista alentó una forma de pensamiento cuyo origen se remonta a mediados del siglo XX. Fue entonces cuando nació una innovadora concepción científica que, recogiendo nuevas investigaciones y descubrimientos, integraba y perfeccionaba la teoría de la evolución de las especies por selección natural de Darwin, la teoría genética de Mendel como base de la herencia biológica y los nuevos conocimientos de la biología molecular. Surgía así el llamado "neodarwinismo", que continuó desarrollándose en paralelo a los avances de la biología molecular. Muy pronto el material genético ocupó el lugar preferente en esta disciplina: el ADN, una macromolécula que codifica la información genética en las células y se distribuye en los cromosomas, se divide en segmentos que controlan la síntesis de proteínas y en un sinfín de fragmentos con funciones muy complejas. El ADN, se decía, constituye el único vínculo de unión genética entre padres e hijos; contiene la fórmula completa para la creación y el funcionamiento de un organismo.

El que unas hebras diminutas sean suficientes para dar origen a un ser tan complejo como el hombre hizo tomar conciencia a los biólogos moleculares y evolucionistas de su propia valía, reclamando para sí más derechos que los filósofos, psicólogos, sociólogos e incluso teólogos para indagar en la verdadera naturaleza del Homo sapiens. Según estos científicos, los cambios (mutaciones) en el poderoso depósito de la memoria son siempre casuales, originados quizá por las radiaciones, pero sin objetivo concreto.

¿Qué importancia puede tener que el impacto ambiental o las adaptaciones en el cuerpo de los padres modifiquen también el patrón epigenético de sus óvulos o de su esperma, o el que los perfiles de metilación adquiridos, sean benéficos o nocivos, se transmitan de padres a hijos? Si estos se confirmara, desaparecería la frontera entre genes, individuo y ambiente. El debate entre naturaleza o cultura, entre "lo innato y lo adquirido" sería absurdo.

Y a Jean-Baptiste de Lamarck le llegaría con retraso el reconocimiento. El naturalista francés fue objeto de burla por el ejemplo que utilizó para apoyar su doctrina evolucionista en 1809: la dificultad de las jirafas para conseguir alimento a poca altura les obligó a esforzarse estirando el cuello para llegar a las hojas de las copas de los árboles. Por ello, el cuello creció y el nuevo carácter adquirido se transmitió genéticamente a la siguiente generación.

Aparte de otras consideraciones, la posibilidad de una "transmisión hereditaria de caracteres adquiridos", hasta ahora rechazada, podría confirmarse desde un enfoque científico diferente al que suponía Lamarck. Padres y madres proveen a sus hijos de cromosomas portadores de la mayor parte del material genético, pero las secuencia de ADN se completan con otras informaciones que el organismo va adquiriendo durante la vida, que rigen las funciones de los genes y determinan cuándo y cuánto tiempo deben estar activos.

La epigenética no cuestiona los principios de la teoría de la evolución de Darwin. Sólo añade un grado de mayor dificultad al estudio de la biología moderna, ya de por sí bastante complejo. Y pone fin a la controversia "naturaleza versus cultura". El hombre ni es un robot genético ni un ser etéreo al que modela la cultura. Paso a paso la biología se acerca a la realidad: al concepto del hombre que fusiona naturaleza, cultura, genes y entorno.

Los conocimientos de la epigenética ofrecen al hombre la oportunidad de influir de forma programada sobre la actividad de sus genes, sin cambiar su código genético. Es el planteamiento opuesto al determinismo genético. Podría fomentar los aspectos positivos de ambos: la libertad y la responsabilidad individual. Si podemos bloquear de forma selectiva la actividad de genes nocivos o estimular la acción positiva de otros, conseguiremos controlar su energía. Si sabemos que la mala alimentación no sólo nos engorda, sino que tendrá efectos negativos sobre las generaciones posteriores, nuestra decisión de actuar de un modo u otro se convierte en una cuestión moral.

Antes de que la medicina se tome en serio los conocimientos de la epigenética, seguro que aparecerá en el mercado la primera "dieta epigenética" para el consumo humano y el primer asesor epigenetista dará consejos dietéticos en su consulta. Pero aún falta mucho para poder disponer de recetas de cocina serias que manipulen en nuestro beneficio la metilación celular. De momento, ¿qué podemos hacer? Ejercicio físico, llevar una dieta rica en frutas y verduras, y renunciar al tabaco y al alcohol. Es una forma de minimizar las consecuencias desagradables.

Christian Schwägerl (GEO)

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